Me enseñaron el color del amor / yo sé que es rojo. / Yo sé que el viento sur / trae el amor / y huele a rojo./ Me enseñaron el olor del amor / es sur y rojo. (A southern wind from Transylvania)

INSTANTÁNEAS FAGÉTICAS

Por Pablo Silva Olazábal

Conocí a Rolando Faget en condiciones muy particulares. En el 2005 organizamos junto a Malí Guzmán, Melba Guariglia y Sabela de Tésanos un ciclo de ferias del libro en el Interior que se llamó Un Solo País y que abarcó las ciudades de Maldonado, Melo, Bella Unión y Salto. El proyecto consistía en ferias con múltiples actividades artísticas (teatro para niños, danza, lecturas, música, exposiciones de pintura y hasta en algunos casos, murgas) que se desplegaban tanto en la feria como en centros de enseñanza. Decenas de poetas y narradores leyeron y conversaron con estudiantes de aquellas ciudades. La última se realizó en Salto entre el 27 y 29 de mayo.
Cuando los escritores visitaban los centros lo hacían siempre en pareja, de a dos. En el liceo de Salto me tocó ir con Rolando Faget. Había oído hablar de él pero no lo conocía. En realidad no lo conocí hasta que lo vi actuar frente a los estudiantes: ahí me di cuenta de que era alguien especial.
Transcribo algo que escribí hace diez años:

En el Liceo Nº 4, Rolando Faget y yo, acompañados por una profesora de literatura, entramos a un aula e interrumpimos una clase de computación de segundo año. Tras las disculpas del caso nos presentamos y les explicamos a los chiquilines qué era el proyecto Un Solo País. Frente a la clase, Rolando, un poeta de aire profético, gran tímido, con las manos llenas de papeles, titubeó. Le costaba arrancar. Me su-surró: “es que mi poesía es muy complicada”. Luego revolvió un sobre grande de manila, de donde alternativamente sacó y metió hojas dobladas y arrugadas, hasta que por fin se decidió por una. La leyó. Era un poema dedicado a Marosa.

Tras los monitores blancos de las computadoras –cada estudiante tenía una en su mesa– pude ver los ojos atentos y sentir cómo crecía el silencio. Cuando Rolando terminó, pregunté: “¿Quieren que les lea otro?”. El siií fue unánime y contundente.
El poeta sonrió, carraspeó varias veces y volvió a revolver los papeles. Leyó Silen-cio, poema que habla del ansia y de la ilusión de tener un hijo, de cómo sería, cómo se criaría, etc. Un poema que termina con un último verso, en el que el poeta se dirige a la amada y confiesa: “pero claro, nunca te lo dije”.

Luego de leerlo Rolando miró a los estudiantes, gurises de 13 años, y señalándolos uno por uno les dijo con voz fuerte y grave: “Ustedes nunca hagan esto. Nunca callen las cosas del amor y del desamor”.
Se hizo un largo silencio. Todos los ojos continuaban fijos en él. La tensión, o mejor dicho la expectación, se estiró tanto que el momento parecía que no iba acabar nunca. Incómodo, dije: “¿Alguien quiere preguntarle algo?”
La interrogante aleteó sin fuerzas por aquel silencio compacto de la clase. De pronto ocurrió algo que nos desubicó por completo (y cuando digo desubicó me refiero a un asombro real: llegué a pensar en la idea de algo preparado, algo impostado, como esas situaciones creadas artificialmente para las bromas de la cámara oculta). ¿Qué pasó? Uno a uno todos los niños fueron levantando la mano.

Era raro de ver, nadie decía nada, todos con la mano levantada. Nos miramos con Rolando –recuerdo los ojos brillantes, la sonrisa pícara en la barba– y largamos la risa.
En la siguiente clase se repitieron los aplausos, las manos levantadas y también las carcajadas. Rolando ya no titubeaba y creo que fue por eso que varios chiquilines se animaron a pedirle si podía dejar una fotocopia de lo que había leído.

Rolando leía estupendamente bien, con una voz grave y en cierto modo épica que se transfiguraba, y lo transfiguraba, cuando leía.
Aquel día estaba contentísimo y por eso leía cada vez más alto. Cuando llegó a un verso suyo que dice “porque los ángeles siempre tienen razón”, dejó de leer, alzó la vista y volvió a señalar a aquellos alumnos:
–“Y ustedes, gurises, siempre tienen razón”.

Son muchos los momentos memorables con Rolando. Elijo uno al azar, porque me parece potente: ocurrió en una entrevista que le hicimos en el programa Sopa de Letras de Radio Uruguay, dentro de una semana dedicada a su poesía. Rolando llegó con una camisa roja. Estaba feliz. Con voz clara y enérgica contestó una pregunta y agregó “porque la muerte no existe”. No recuerdo la pregunta, seguramente hablaba de alguien que le importaba pero sí me quedó grabado lo que dijo: “porque la muerte no existe”. Me llamó la atención ver a un escritor uruguayo –somos tan discretos, tan laicos, tan racionales– afirmar aquello con tanta convicción.

En otra ocasión salíamos de una situación inversa (yo era el entrevistado), dentro del espacio que él tenía en radio Oriental. Íbamos conversando por la Ciudad Vieja, en una esquina doblamos y nos encontramos con un gorrión muerto. Casi lo pisamos. Nos quedamos mirándolo impresionados. Recién había caído: solo así se explicaba que estuviera en ese estado y en ese lugar, en la mitad de aquella vereda tan angosta. Rolando me miró y dijo: “a él también Dios lo cuida”.
No respondí nada. Seguimos sin hablar el resto del camino.

Una de las frases, creo que injustas, que Rolando repetía de sí mismo era que no tenía sentido crítico. Esa era y es una afirmación muy fuerte para un poeta, periodista y gestor cultural. “Para la crítica soy un desastre” decía, “porque me entusiasmo enseguida”. Lo repetía como si eso, el entusiasmo, fuera un delito de lesa humani-dad. A lo largo de los años he oído muchas veces que el éxito literario de Ediciones de la Balanza se debió sobre todo al criterio selectivo conque Laura Oreggioni y Mercedes Ramírez eligieron los libros publicados. Sin menoscabo de esta verdad me gustaría contar algo que puede sonar muy egocéntrico y que tal vez sea muy menor.

En octubre del 2005 fui a visitarlo porque quería publicar mi primer libro de cuentos, La revolución postergada, bajo el sello de La Balanza. El poeta me citó en su apartamento de la calle Garibaldi, aquella vivienda increíblemente austera –recuerdo las paredes desnudas, interrumpidas por algunos de sus collages– para darme su parecer sobre mis manuscritos. Luego de repetirme por enésima vez que no tenía sentido crítico, me dijo que los cuentos le habían gustado mucho. – “Sobre todo –dijo– El retrato del abuelo. Para mí es…” Tiró la cabeza hacia atrás y luego abrió los brazos, sin decir nada más. “Te gustó” dije. “Para mí es un cuento notable” respondió.

Quise aprovechar de algún modo práctico aquella charla, y le dije si no tenía algún libro para recomendarme y prestarme. Me llevó a un placard, lo abrió, en mi recuerdo estaba casi vacío, y sacó un libro editado por el Poder Legislativo. Era uno de los tomos de la poesía completa de Juan Cunha. Cuando entendí que me lo quería prestar, dije “no, no”. Me había dado cuenta de que era su único libro, lo había conservado porque realmente le interesaba. “Vuelvo a esta poesía cada vez”, me dijo hojeándolo. Quería prestarme su único libro.

Esta historia minúscula termina diez años después, en los primeros meses del 2015. En Argentina publiqué otro libro de cuentos, Lo más lindo que hay; allí incluí dos o tres cuentos viejos que me parecían potables. La editora me señaló uno que estaba perdido entre los otros. Me dijo que era muy bueno; sugirió que debía encabezar el libro. Era El retrato del abuelo, el cuento que Rolando había señalado.